Héctor Hernández Montecinos es uno de los autores menos representativos no sólo en su país natal, Chile, sino en todas las aldeas de habla castellana. No estamos ante un poeta, que valiéndose de efectismos, nos proponga un discurso novedoso. Por el contrario, basado en un conocimiento de la tradición, de las tradiciones de la poesía universal, articula un discurso en el que transforma las lecturas en reescrituras y, a través de ellas, gesta otro decir. En el trabajo de Hernández Montecinos, poseedor de una singular conciencia de la significación de obra, asistimos a un replanteamiento de conceptos con los que arrebata la P mayúscula a la Poesía de salones para darle la vuelta y contaminar con su esencia crítica y voraz los diversos estadios de la realidad. Si Putamadre para muchos de nosotros, sus lectores, constituyó un libro perturbador y deslumbrante, ahora, a través de Segunda mano, radicaliza su idea particular de lo poético desarrollando una escritura que se muestra a todas luces fundamental para acceder a una real comprensión de la poesía en los albores de este nuevo siglo.
Mauricio Medo
El poeta no tiene que tratar de convencernos de que a su escrito lo habita la vida; vivacidad sí tiene, pero allí se amontona la muerte, una puntilla cineraria. La lectura (¿de alguien, de nadie?) alimenta una vida en la muerte – el libro roba vida al lector, para devolverle muerte, o por lo menos la suspensión de la vida, un freeze donde no nos moviéramos por segundos o siglos, para retomar, después, el movimiento y la conversación. Destila en el lector una muerte en vida, la parálisis de un veneno. Todo está muerto: el descarrilamiento, el montaje, lo que ofrece y lo que no ofrece alguien desde su fondo descalificado de odio, desde el cuerpo vivo, que dispone los gajes de la muerte, esa integridad de la disgregación. Si se desagrega, arriesga todo: incluso que lo sazonen, lo hiervan y se lo coman, sin saber bien lo que están comiendo. Ese arrojo convierte esta escritura en poesía, porque dispone de muchos juegos, se expone, y deja todo allí, sin intentar en particular defenderse. El poeta está muerto; viva el poder atómico que estalla en cadena, los efectos cargantes de paradoja. Deja todo allí: una pasión del amontonamiento, un desamor amor. El afecto no está dicho: ojos muertos sobre una lengua muerta. Salvo que “los ojos no son para leer, sino para iluminar lo que se lee.”
Roberto Echevarren
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