
Mauricio Medo
El poeta no tiene que tratar de convencernos de que a su escrito lo habita la vida; vivacidad sí tiene, pero allí se amontona la muerte, una puntilla cineraria. La lectura (¿de alguien, de nadie?) alimenta una vida en la muerte – el libro roba vida al lector, para devolverle muerte, o por lo menos la suspensión de la vida, un freeze donde no nos moviéramos por segundos o siglos, para retomar, después, el movimiento y la conversación. Destila en el lector una muerte en vida, la parálisis de un veneno. Todo está muerto: el descarrilamiento, el montaje, lo que ofrece y lo que no ofrece alguien desde su fondo descalificado de odio, desde el cuerpo vivo, que dispone los gajes de la muerte, esa integridad de la disgregación. Si se desagrega, arriesga todo: incluso que lo sazonen, lo hiervan y se lo coman, sin saber bien lo que están comiendo. Ese arrojo convierte esta escritura en poesía, porque dispone de muchos juegos, se expone, y deja todo allí, sin intentar en particular defenderse. El poeta está muerto; viva el poder atómico que estalla en cadena, los efectos cargantes de paradoja. Deja todo allí: una pasión del amontonamiento, un desamor amor. El afecto no está dicho: ojos muertos sobre una lengua muerta. Salvo que “los ojos no son para leer, sino para iluminar lo que se lee.”
Roberto Echevarren
No hay comentarios:
Publicar un comentario